En Rogue somos Shay Patrick Cormac, un Assassin que opera para la organización en la Norteamérica del Siglo XVIII. La idea, precisamente, es el que el nuevo título de la saga cierre con un buen broche el arco argumental que ha servido para contarnos la historia de Connor, de Edward Kenway y del propio héroe de la nueva aventura, todo en un mismo marco histórico y con una serie de patrones jugables más o menos comunes (especialmente entre un Black Flag y el episodio que nos ocupa que son, virtualmente, idénticos). El guión que sigue los pasos de nuestro nuevo héroe está ambientado años después del cuarto juego, y llega repleto de sorpresas que, como es obvio, nos vamos a ahorrar desvelar.
El escenario está dividido en hasta tres partes, separadas por un tiempo de carga, para una extensión algo menor que la que vimos en su momento en su predecesor. Eso supone también que la densidad de las cosas para hacer es mucho mayor, ya que todo está más concentrado. Lo más apasionante de esta decisión son los contrastes entre la climatología de unas áreas y otras, con mucha agua pero mucho más circunscrita a zonas más pequeñas con una renuncia obvia y premeditada a los grandes océanos que surcábamos en Black Flag y con también el gran titular de una gran urbe que retorna para ofrecer más cosas que hacer a pie.